gr-10 francia

  

[Hay que joderse: pirineos franceses. Verano de 2011]

¿Qué más? Los pirineos franceses, con su aspecto imponente reclamaban, más bien exigían, una breve visita. El gr-10, que conecta ambos mares, discurre por sendas largamente transitadas. Esta vez cargamos la motocicleta hasta los topes e hicimos un recorrido, con salida en argelés-sur-mer, rumbo noroeste y un casi total desconocimiento de todo aquello que hay que ver. Quizá por eso mismo, las fuerzas gravitatorias nos ahorraron el trabajo de inspeccionar las reliquias que atesora el viejo continente. Fue el verano de 2011, con lluvia y frío, pero supongo que así debe uno imaginarse la cordillera, de mar a mar a dos metros del techo del mundo.



En azul, junto a la frontera entre los países, discurre el gr-10 francés, una senda de 840 km que cruza el continente de un mar a otro. Y en color rojo el recorrido que llevamos a cabo el verano del año 2010, del 15 al 27 de julio.
Fueron 2.300 km, de los que 820 corresponden a la travesía pirenaica en sí, si bien a demasiada distancia de la ruta que habíamos proyectado.



Aún sin salir de casa pude tantear el peso de la motocicleta cargada, a falta de la segunda de a bordo. Pero tiré 'palante' bravamente en busca de la a2 hasta la primera morada en mequinenza (z), un cámping de antaño conocido y única etapa a mitad del camino. Allí, tras la tienda y el tentempié, abandonas tus carnes a la quietud del agua remansada procurando esquivar a la jauría de enanos cabrones. Y te largas al amanecer, sobre las diez de la mañana, y comes opíparamente en un oasis de la autovía y sigues la ruta, y soportas la salida de las grandes ciudades catalanas.

El cámping de argeles es casi tan grande como caro, pero la cosa ya no tiene remedio. En busca de consuelo compramos pan y bebidas y al día siguiente tiramos pa las gargantas de fou, para reptar por una soberbia pasarela que te lleva río arriba por el barranco umbroso y húmedo. La escasa visibilidad de los cielos impide registrar el camino de unos mil metros en línea recta que termina tan mansamente como empezó.
El día es lluvioso y nos vamos a un pueblico a comer, pero no comemos, y decidimos volver a casa (el carísimo cámping) por que . . . , no sé. Por que sí, supongo.

Ahora, de mañana, el día soleado te empuja suavemente hacia las cumbres, y odeillo, con el impresionante horno solar, te devuelve la armonía con el mundo. El lugar está vacío, con apenas cuatro o cinco personas yendo de aquí para allá sin propósito definido. Al cruzar frente a los espejos, el calor del sol te sorprende y aceptas que la instalación, de 1.970, no tiene reparos a la hora de fundir una plancha de hierro de varios centímetros de espesor. A este horno lo conocí en mi juventud, leyendo algo de energía solar, y su imagen imponente ha permanecido en mi memoria con una exactitud de la que no puedo por menos que maravillarme.

No muy lejos de allí encontramos acomodo en una ladera soleada con hierba y flores de montaña. La noche es fría, y la temperatura de no más de tres grados te mete en la piel de un explorador que acaba de dejar el himalaya. Hago café, como siempre.
De mañana seguimos la ruta prevista, despacio. A esa altura, el cielo recuerda mi ciudad y me siento bien. Paramos a comer en el aparcamiento de un super y nos ponemos de nuevo en marcha. Ahora la tarde es gris y la llovizna no permite alegrías en la carretera. Vamos con rumbo a montsegur, donde las guías aseguran que hay un castillo de los templarios, o gente así.

Al llegar, la inclinada zona de aparcamiento y el tránsito de personas me hace perder el equilibrio y dar con nuestros huesos en el suelo.
Lo  que digo, que cuando menos lo esperas te calzas una hostia que te da la risa. Dos ruedas no dan para tanto, te llevan al fin de tus sueños, allí  donde el asfalto mojado está más duro, y después pasas por rehabi.
La gente se apresura y levantamos la moto. Duele el brazo derecho y el pulgar de la mano izquierda. Pongo cara de circunstancias y pido que dejen de hablar en alemán o inglés, que soy español, coño, pero nada. Aparco como puedo.

Sin ganas, comienzo la escalada al castillo, una construcción de granito que se encarama en la montaña y otea el horizonte desde la torre semiderruida. Llueve y la ascensión, previo pago, se hace pesada y resbaladiza. Una vez en el castillo, eres tú el que contemplas el horizonte y haces un par de fotos. Después bajamos a montsegur.

El pueblo, sosegado, parece desierto. Tan solo los automóviles dan fe de que hay vida en la zona. También se ve algún gato. Nosotros buscamos el cobijo de un asentamiento de cierta solvencia, pero no hay. Tan solo unos prados y una caseta con agua caliente.
Estamos solos y perdidos en medio de los valles pirenaicos, en un 'cámping' municipal que atiende un hada de blancos ropajes y cabellos de fuego. Su sola presencia basta para reconfortar mi alma atribulada, y una pomada milagrera hace el resto.

Allí estuvimos cuatro días, bajo una manta de agua de cojones, en ese pueblo con un solo bar, sin centro médico ni medio de transporte alguno. De las cuatro noches, dos las pasamos en la tienda y las otras en un albergue para caminantes, en cuyos patios habitaba un escorpión y otras criaturas no menos fabulosas. También había una huerta.
Era obvio que la tierra emanaba una espiritualidad pegajosa capaz de predisponer al abatimiento, y así, sin darte cuenta, podías dejar pasar la tarde oyendo como cae la lluvia. Con suerte, también podrías pasar el resto de tu vida adormecido bajo el suave murmullo de una respiración cadenciosa, como hacen los lugareños cuando se cierran los valles y comienza la invernada.

El día cuarto cesaron las aguas y cogimos la motocicleta hasta un pueblo cercano. Las curvas y la carretera escarpada pusieron a prueba los huesos magullados y decidimos partir al día siguiente, al alba, que en nuestra hora local debían ser a eso de las once de la mañana.
Lo dicho, guardamos la tienda y los enseres, cargamos y nos pusimos bajo la advocación de alguna virgen sanadora, capaz, por lo menos, de colocar una venda de escayola.

  La mañana se presentaba tranquila y transitamos con lentitud el camino hasta saint-girons, a unos 100 km. Allí tomamos acomodo en un rellano bajo los árboles. Por la tarde visitamos saint-lizier y aparcamos junto a un semáforo vetusto. Recorrimos las calles, el paseo del río, subimos a la parte alta. Iglesias.

Con la resignación que imponen las estocadas que de tarde en tarde nos depara la existencia, a estas alturas ya nos habíamos olvidado de la ruta original que nos trajo hasta aquí. Los indómitos senderos del gr-10, a ratos perdidos en la neblina gris, discurrían entre las cumbres de la cordillera alejados de la autovía.
Y sin pensarlo más, continuamos en pos del último hito en territorio francés que se mostraba accesible, saint-bertrand de comminges.

De gran predicamento y nombradía, el poblado se encaramaba a una colina y desde allí erigía la torre del templo hacia las nubes. Iglesia, basílica o monasterio, los seculares sillares de granito sustentaban un espacio de meditación en el centro de la nave, con asientos de madera y profusión de tallas y grabados.
Entornando los párpados, entreveías por momentos, al abrigo de los fríos y del calor de la carne, a la comunidad religiosa entregada a una salmodia monocorde. Fuera seguía la fiesta, con puestos callejeros donde se mezclan chuches, recuerdos de algún santo y toda suerte de fetiches.

A sus pies, en la llanura que se adivina fértil, unas casas dan cobijo a los siervos. Fotografías los graneros con arcos inmensos de medio punto, la carreta arrumbada, gallinas, calabazas y una suerte de sapillos que encienden al anochecer los xilófonos.
Por la tarde caminamos hasta una ermita cercana, saint-just de valcabrere, que tampoco está mal. Allí me subo al campanario por una escalinata de madera y carcoma.

Nos demoramos dos días en este último asentamiento, bendecidos de nuevo por la lluvia mansa y fresca y yo temeroso de las etapas de regreso a casa. Lo que comenzamos de mañana, parando cerca de la frontera para comer y tomar un descanso tumbados en la hierba. Es fin de semana, abundan los coches y los padres de familia sacan a mear junto al bordillo primero al perro y después a los niños.

Ya en españa, en andoain la circulación se complica por el vuelco de un camión y paramos al tentempié de rigor. Me repongo anímicamente y se mitigan las ansias de sembrar de goma dos las carreteras al paso de los apestosos camiones.
La camarera, afable, nos indica una salida alternativa para sortear el fenomenal atasco y retomamos la ruta tras besar su mano y bendecir a la madre que la parió. Pero el cansancio se acumula y hemos de recalar en vitoria en un cámping sobrio a las afueras de la ciudad. Allí nos recibe un señor maduro, en una edad que le permite agradecer un cumplido con una especie de arcaicas genuflexiones.

Poco más que añadir. Con el sol de justicia propio de la estepa castellana cayendo sobre nuestros lomos, aparte de la resignación solo te quedan las cervezas sin alcohol en las cutres gasoferas de la autovía.
Una vez allí, viendo mi porte cansino y desmañado, con el semblante grave y torpe de movimientos, a medio camino entre un espectro y un espantajo, la cuadrilla de trabajadores que se abreva con generosidad bajo los toldos se debate entre la lástima y la rechifla.

Nos tomamos una caña en silencio.