[Una pequeña tienda, en la carretera de madrid, que introdujo la venta de componentes electrónicos en la capital]
Mil novecientos setenta y seis. Leo en la prensa que a un tipo le han metido por el culo una cámara de vídeo con su antorcha correspondiente. Desde esta perspectiva, la esencia humana desciende un peldaño más en el escalafón y cuesta creer que un espíritu superior se tomara la molestia de diseñar algo así.
Un golpe bajo de la ciencia, sin duda.
A día de hoy, esa misma cámara no es mayor que un cabello y penetra entre las neuronas para olfatear los pensamientos mientras otros dispositivos electrónicos, atentos a nuestros deseos, ponen en acción brazos y piernas ortopédicos. La hostia.
Todo esto empezó hace ya demasiados años, quizá con la válvula de vacío, el primer diodo. Una curiosidad por la que nadie apostaría un centavo y cuya denominación difícilmente se acomoda a la métrica de un soneto.
Su peculiaridad reside en dejar pasar la corriente eléctrica tan solo en un sentido, tal y como hacen las compuertas de acceso al metro con los ciudadanos y las entidades financieras con los ahorros de la gente pobre. Puede que incluso algún orificio del cuerpo humano hiciera bien en adecuar su comportamiento al del humilde diodo. No sé, es una opinión.
Condensadores, diodos, triodos y transistores, todos estaban ahí, en diolar, la primera tienda de ávila que dispensaba componentes electrónicos antes de que las farmacias vendieran preservativos.
A ella acudíamos unos pocos diletantes a la espera de ser ungidos técnicos en electrónica. Tras ser atendidos, abandonábamos la tienda custodiando en la mano una bolsita chica, llena de objetos con alambres en los extremos y aspecto comestible. Convenientemente agrupados, eran capaces de variar el brillo de una bombilla, imitar el croar de los anfibios o hacer sonar una alarma al pulsar un botón.
Viéndote en ello, tu familia observaba con semblante grave, preocupados de que esta afición llegase a trascender al vecindario. Cosas.
Recuerdo vagamente al dueño de diolar, un señor alto y afable que descifraba el código de las resistencias con un golpe de vista. En caso de urgencia, ojeaba el esquema que le mostrabas como si de una partitura musical se tratase y sugería alguna alternativa. Tenía gafas y un diente de metal. Creo.
En la última frase, véase un reconocimiento a c. bukowski, la senda del perdedor.